28 de octubre de 2013

Berlin.

Berlín es caos. Es una sucesión de sensaciones que se van agolpando en tus sentidos hasta desbordarte. Te noquea, te deja confundido. No es una ciudad como otra cualquiera. He conocido muchas, y ésta es diferente. Se dedica a bombardearte, a saturarte de mil y una maneras diferentes.

Berlín es arquitectura. Es lo nuevo unido a lo antiguo. Pero combinando las nuevas tendencias sin tapar lo que ya existía. Sin dejar de ser lo que ya era. Es la esencia de un pueblo milenario, devastado y puesto en pie una y otra vez. Invadido y ocupado, acuchillado en su corazón mismo por absurdas razones políticas, separando familias y vidas. Es la historia de la elección de cada uno: el perdón o el odio; el pasado o el futuro.

Pero poco a poco el pasado va quedando atrás, y con ella el Berlín comunista. El análisis práctico de que ya no se puede cambiar lo que pudo ser, pero no fue. La filosofía del move on. Precisamente por ese pasado de haber jugado a dos bandas, a oriente y occidente, es ambigua hasta límites insospechados. O puede que solo aparente serlo. Berlín disfruta confundiendo a quien la conoce por primera vez.

Tiene dos caras, el día y la noche, y quizás porque me siento identificado en parte me da miedo. Quizás la palabra no sea miedo, sea respeto. Caminar por Berlín al atardecer es presenciar la lucha de lo oscuro, lo oculto por salir a la superficie. Una caja de cerillas esperando a prender con la más mínima chispa. Con el paso de las horas, se va difuminando su cara pulcra y la auténtica sale a relucir. La de los graffitis, la de los tugurios, los baretos de mala muerte y los bares de música punk, rebelandose contra un sistema que hace años que dejó de existir. O quizás la auténtica sea la diurna, y el Berlín nocturno sea lo obsceno y reprimido que tiene que guardarse para sí para lucir limpia y pura por el día.

Pero sobre todo, es la abertura de mente de su gente. Quizás llevado al límite, quizás en exceso, pero es su forma de ser. Eres libre de hacer lo que quieras, de vestir, de comer y beber lo que quieras. De vivir a tu manera. Pero no con esa falsa libertad de otras ciudades que puedes hacerlo, pero luego la gente te mirará raro. A Berlín le da igual de veras. 

Y quizás por eso, y tan sólo por eso, Berlín no es para mi. Porque quizás siga atado a las normas sociales más básicas, porque creo que es lo que nos hace un poco más civilizados. Aunque seguramente este equivocado, una vez más. Al menos tengo el consuelo, de saber que a Berlín no le importa.