22 de junio de 2016

Golf(o)

Ah, el noble arte del flirteo. O del ligoteo, que diría la chavalada. Mekameléaesapituki: y luego dicen que no vamos a peor...

El caso es que evidentemente es un juego de dos, pero por la parte que me corresponde suelo verlo como jugar un hoyo de golf.

Puedes hacer un golpe de salida perfecto y llegar al green en uno. Puedes hacer un golpe de mierda y tardar más en llegar, pero si insistes acabarás llegando también.

El problema es que independientemente de todo lo que te curres, de lo que hayas preparado el hoyo, hayas estudiado el green, el viento, la presión atmosférica y el árbol genealógico del jardinero, al final todo se reduce al último golpe.

El tiempo se para. El mundo se queda mudo por un instante. Sientes cada poro de tu piel. El latido de tu corazón retumba en tu cabeza mientras se acelera tanto que perderías las competiciones koreanas de no hacer nada . Y entonces te lanzas al vacío. Dejas que tu cuerpo actúe solo y en el último instante cierras los ojos porque no te atreves a verlo.

Y a veces se falla. Abres los ojos un instante antes de tiempo y ves cómo la bola hace una corbata-cobra y no entra en el hoyo. O te quedas corto porque faltó impulso. O le imprimiste demasiado ímpetu y se pasó de frenada. Y no queda otra si no aprender para la próxima vez.

Pero a veces, y sólo a veces y por eso precisamente valen la pena, todo encaja y el universo conspira para que a ese 90% se le añada el 10% restante. Y entonces merece la pena dejar de ser el caddie que tantas veces ha visto jugar a otros, para atreverse a coger los palos de nuevo años después de la última decepción.

Por que qué es la vida sino jugar desde que amanece hasta que los últimos rayos del sol se consumen y no hay tiempo para nada más antes de que nos engulla la noche.